Una crepe en invierno
Es una noche de invierno en Fidenza, una de esas en las que el aire gélido acaricia las calles, pero el bullicio de la vida urbana parece ignorarlo. Es viernes, y la Piazza Giuseppe Garibaldi se llena de colores, aromas y sonidos. Los puestos ambulantes, con sus luces cálidas, invitan a detenerse un momento y disfrutar de alguna delicia, mientras el carrusel, con su movimiento constante, ilumina las miradas de los más pequeños.
Entre toda esta efervescencia, mi atención se centra en una escena particular: un carrito de crepes donde una niña espera ansiosa. Su madre acaba de hacer el pedido, pero para ella lo importante no es el intercambio de dinero, sino el momento mágico de ver cómo su crepe se prepara ante sus ojos. Su mirada lo dice todo: una mezcla de sorpresa, emoción y felicidad contenida. Está completamente absorta, como si este pequeño instante fuera el centro de su universo.
La vendedora, con manos rápidas, da forma al delicioso postre, mientras el vapor de la plancha dibuja siluetas en el aire frío. Alrededor, la noche sigue su curso: risas, pasos y conversaciones que llenan la plaza. Sin embargo, para esta niña, el tiempo parece haberse detenido. Es un recordatorio de cómo los momentos más simples, aquellos que muchas veces pasan desapercibidos para los adultos, pueden ser profundamente significativos en los ojos de un niño.
Es en noches como esta cuando uno comprende que Italia no solo es paisajes, monumentos o historia. Es también la vida que transcurre en sus plazas, la calidez de las sonrisas compartidas y los pequeños instantes que nos conectan con lo esencial.
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