Resignación
La espera… ese momento suspendido que se convierte en escenario de gestos universales. Estoy en la estación de trenes de Parma, un sitio que ya se ha vuelto familiar para mí. La cámara en mi mano derecha, pero mis ojos ya están trabajando, atentos al mínimo detalle que cuente algo más que el simple pasar del tiempo.
Veo a una mujer sentada cerca del panel informativo. Su rostro no disimula el cansancio o quizás la incomodidad. Mira al frente, pero sin ver realmente. Tal vez lleva rato esperando, quizás el tren se ha retrasado o simplemente carga un día pesado en los hombros. El bolso sobre sus piernas es su única compañía tangible. Todo en su expresión me habla de paciencia, de resignación, de rutina.
Me detengo un segundo más de lo necesario. Ella no lo nota. La estación está en calma, apenas un murmullo lejano de voces y pasos. Pienso en cuántas veces he visto esa misma escena: la mirada que se pierde en el vacío, los dedos que repasan la pantalla del móvil, el impulso inconsciente de consultar el reloj una y otra vez. Todo lo que hacemos mientras esperamos.
Tomo la foto. En blanco y negro. Porque la espera, cuando se prolonga, se siente así: desaturada, silenciosa, íntima. Es una imagen sencilla, pero real. No hay dramatismo, no hay historia explicada… solo la pausa de alguien que, como tantos otros, se encuentra entre un lugar y otro.
La estación de trenes no es solo tránsito; es también un espejo de nuestras emociones cotidianas. Y en esa quietud involuntaria, donde cada gesto cuenta, intento registrar la humanidad de los momentos en los que no pasa nada, pero sucede todo.
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