Un Fiat 500: un guiño a la Italia de ayer
En Parma, hay calles en las que el tiempo parece moverse más despacio. Strada Massimo D’Azeglio es una de ellas. Entre fachadas color mostaza y ocre, balcones de hierro y persianas entreabiertas, apareció él: un Fiat 500, pequeño y orgulloso, como si hubiera salido directo de una fotografía en blanco y negro.
La luz de la tarde caía oblicua sobre la carrocería blanca, resaltando cada curva suave, cada detalle sencillo. No hacía falta el rugido de un motor moderno; su silencio decía más. Caminé despacio, como queriendo prolongar el instante. A su alrededor, la vida seguía: peatones con prisa, un ciclista que pasó rozando, y grupos de personas conversando animadamente en las cafeterías circundantes.
En ese breve encuentro, sentí que este pequeño coche no solo estaba aparcado, sino que custodiaba recuerdos. Eran memorias de viajes por carreteras estrechas, veranos con las ventanillas abiertas, risas y canciones improvisadas. Una Italia que sigue viva en cada esquina, pero que solo se deja ver si uno sabe mirar.
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