Invierno en el andén


La estación de trenes de Fidenza es un lugar conocido. Demasiado conocido, quizá. Y aun así, cada vez que paso por allí, algo se mueve. Yo también. Cámara en mano, inquieto como siempre, esperando que lo cotidiano decida mostrarse.  

Es invierno en la llanura padana. 

Un invierno que no perdona. Húmedo, persistente, de esos que se meten bajo la ropa y se quedan. El viento corre sin pedir permiso, cruza el andén, golpea los rostros y deja claro que aquí no hay tregua.  

Ella está sentada. 

No se protege del todo. Aguanta. El aire frío le cruza la cara, le levanta el cabello, se lo empuja hacia el labio superior y crea, por un instante, un falso bigote. Una broma visual, casi irónica. La naturaleza jugando con lo serio del invierno, regalando un gesto inesperado en medio de la dureza.  

Cuando vuelvo a ver la foto en casa, me detengo más tiempo. Me pregunto si ese detalle genera una androginia momentánea, una ambigüedad breve que dura lo que dura el viento. No lo sé. Pero funciona. Me obliga a mirar dos veces.  

Imagino el frío del metal del asiento, ese frío que se pega a la ropa y al cuerpo. La aspereza del aire en la piel. Y entonces entiendo su mirada. No es una mirada que se achica. Es firme. Resiste al clima, al tiempo de espera, a la estación misma.  

La vida cotidiana también es esto. 

Personas que esperan. Vientos que insisten. Y pequeños gestos —casi invisibles— que transforman una escena común en algo que se queda conmigo un poco más.

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