Una bicicleta llamada “Francesca”


Una mañana, mientras caminaba sin prisa por Piazza della Repubblica en Fidenza, la lluvia había dejado un brillo suave sobre los adoquines. Ese reflejo discreto hacía que todo pareciera recién lavado, incluso lo más antiguo. Y allí, entre una fila de bicicletas silenciosas, apareció ella: una bicicleta naranja con ruedas verde menta, y el nombre “Francesca” pintado en el cuadro. 

Me detuve un momento. No era la primera bicicleta que veía —en Italia eso es imposible—, pero esta tenía algo distinto. Quizá era el color, lo antigua, o la forma en que estaba apoyada, como si esperara a alguien que siempre llega tarde. En ese contraste entre lo cotidiano y lo íntimo, entre lo funcional y lo poético, sentí un pequeño guiño. Como si me dijera: “La vida sigue, aunque sea despacio.”  

La acera mojada, el frío ligero, el tránsito suave de una plaza que comienza otro día cualquiera. Y en medio de todo eso, Francesca, recordándome que las ciudades también guardan afectos en los objetos más simples.  

A veces basta una bicicleta para contar una historia.

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